18 de julio de 2013

Interiores

Si miro hacia adentro veo a Verónica con el rostro vacío y el alma arrugada perdida en el cielo de otoño. Creo que al fin le ha quedado tiempo para pensar en ella, creo que ahora que no tiene de quién cuidar se ha dado cuenta que dar tanto amor no la ha salvado de tener que enfrentarse consigo misma. Todos se han ido de la casa en un lapso de tres años, sus miserias los fueron barriendo; primero se fue su esposo, luego Marina, su hija mayor, y por último Federico al cumplir dieciocho. Supongo que el amor no les bastaba porque no siempre es suficiente, si no puedes tolerar la vida del otro, si sólo intentas que se te parezca, si no puedes amigarte con lo malo que te habita dentro... De cualquier forma es sólo mi opinión que de nada sirve en esta tarde de lluvia seca.
Verónica era feliz cuando llegó al barrio hace unos veinticinco años, siempre tenía una sonrisa que le nacía desde adentro, podías verla. Eran una buena familia en los comienzos pero se fueron cansando de los otros, de ellos mismos. Ella fue quien más lo intentó, cada mañana dejaba lo malo en el espejo y bajaba a la cocina con el rostro de los veinte; cuando el día terminaba volvía a la cama con una cara sin tiempo. Lo ha dado todo debería estar feliz por ello, nadie supo reconocérselo, todos tomaron la salida rápida, dieron media vuelta y se fueron. Empezaron una nueva vida como si dejaran en el camino un sweater viejo, tiraron a Verónica a un lado y le dieron la espalda mientras se alejaban de ella corriendo; porque la costumbre se hace fuerza de atracción, te quedas porque es lo conocido, porque hay algo más fuerte que te ata, porque si sopesas los buenos y los malos momentos siempre ganan los buenos. Viéndolo desde donde ahora lo veo creo que uno nubla lo que le hizo daño y cuando llega el recuento has borrado ya demasiados recuerdos, sólo te queda aquello a lo que te aferras, pero qué puedo decir yo que no he vivido tanto en tantos años, que me conformé con un marido impuesto que nunca me amó y que nunca quiso tener hijos.
Creo que Verónica tiene los ojos mojados –o tal vez sean los míos– tiene que estar doliéndole, porque la soledad duele, el café para uno duele, la cama arrugada en un solo costado duele; cada cosa se quiebra y pierde una parte y todo cuesta más que el día anterior, o será que nos vamos venciendo en la pelea. Verónica se guardó las lágrimas demasiado tiempo; al principio se creyó dura, resistente, el llanto le bajaba como una corriente continua por la garganta pero siempre por dentro, sin permitir que tanto dolor saliera. Ahora que no le cabe una lágrima más en el corazón todo va saliendo, está matando la angustia aunque creo que sabe que la tristeza siempre se te queda dentro. Sobrevives un día con suerte pero luego el nudo te atraviesa la respiración como una puñalada y te quedas sin aire porque volvió el recuerdo. El momento en que sabes que todo cambió, cuando lo salvable se hizo desperdicio, cuando las palabras que dijiste y los gestos que entregaste fueron recibidos por un gigante vacío negro y te quedaste allí por horas, por días y luego te quedaste un poco más por las dudas, hasta que pasaron los meses y al final se convirtieron en años; el día que despiertes desgarrarás el espacio vacío con el deseo de salir pero será tarde, todo estará perdido, al menos para mí; tal vez Verónica todavía esté a tiempo.
No quiero que llegue esta noche en que las estrellas están alzadas y me miran como sabiendo que no hay tregua. Si Verónica se quedara un rato más sentada en el sillón blanco, con las cortinas abiertas... Somos buena compañía, yo la pienso y ella me sabe ausente. Verónica mira la casa desde el piso hasta el techo y vuelve, siente la colcha suave sobre la que está sentada, recuerda las cosas simples, esas que nos van manteniendo con vida siempre, las que son oxígeno para el alma triste: la primera caída, el primer paso, la tarde que rieron hasta que les dolió el estómago, los libros de cuentos, las preguntas sin responder. Ves los cuadros y las fotos, los adornos de viajes a lo largo del tiempo, ves el aroma que se quedó impregnado en los libros, las manchas en la pared de corridas con las manos sucias. Te llenas de todo y tu vida depende de esos objetos, los cuidas y los mantienes como si con ello pudieses quedarte cerca del pasado que ya se fue. Yo vivía de esa manera aferrada a un caracol de una tarde de verano de febrero del ochenta y cuatro, todos mis años resumidos en un instante: corriendo en la arena, riendo, con Ignacio llevándome de la mano; creo que fue la única vez que lo sentí feliz a mi lado. Hoy al despertarme vi que se había ido, se llevó algunas de sus camisas, los libros y los zapatos. Se fue y ni siquiera me dejó una nota de despedida tras treinta y siete años.
Verónica cierra los ojos despidiendo el día, yo me balanceo en la butaca del baño que al fin cae resonando haciendo eco en el piso de abajo; la luz de la araña parpadea sobre mi cabeza, el cable se ajusta y me veo en el espejo por última vez.



Victoria Montes

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