9 de enero de 2014

La ola

Esta es la historia de Pablo que siendo un niño experimenta su primer acercamiento con una desquiciada dictadura militar carente de derechos. Pablo siendo un niño en medio de una democracia corrupta y enferma de poder. Esta es la historia de Pablo, la de ustedes, la mía, la del pueblo latinoamericano.



I

En algún lugar de Latinoamérica, tiempos de dictadura.


Hay algo raro con el Falcon verde aparcado en la esquina, creo que vigilan la casa de Manuel. Papá dice que su hijo anda en cosas raras, sale a la calle después del toque de queda y tiene mala junta. Sus padres son buena gente pero ese chico está perdido, se pasa los días agitando banderas mientras grita frente a la policía por el precio del boleto estudiantil. Eso opina papá de Joaquín, el hijo de Manuel. Mamá dice que lo que hace Joaquín está bien, pelea por lo justo, por lo que necesita; pero que en estos tiempos hay que tener cuidado porque uno no puede andar hablando libremente, pensando en ideas nuevas, distintas. La abuela Dolores dice que en época de dictadura mejor no meterse y obedecer, porque de esa manera a la gente buena como nosotros no nos pasa nada; después se hace la señal de la cruz y le pide a Dios que el orden se mantenga por muchos años más.
Acaba de dar el toque de queda y afuera la noche es una delicia, el verano está soltando el aire fresco de a poco, las sombras van dando descanso y las estrellas perforan el cielo oscuro. No puedo más que mirar por la ventana, salir afuera implicaría poner en riesgo a la familia, los militares sospecharían de mí mientras hago poesía con la luna llena y nadie quiere que acabemos como la familia de Manuel. Desde las sombras surge el cuerpo de Joaquín que se dibuja en la acera mientras salta la verja, la luz del alumbrado público lo ilumina por un momento, tiene un brazo herido. La sangre le recorre la piel como un río; se tambalea en medio del patio, golpea contra la mesa metálica del jardín que cae y resuena. Las luces de la casa se encienden, Manuel sale y se detiene congelado de pie en el umbral; detrás aparece Susana, su mujer, un grito escapa de su boca pero lo ahoga antes de que cruce la acera y los ponga a todos en evidencia. Se acercan a su hijo, lo toman por la cintura y lo ayudan a entrar, el reguero de sangre frente a la puerta los delata. Los dos hombres que esperaron durante horas dentro del Falcon, bajan y hacen señas a lo que llega tras las luces que vienen circulando por el asfalto todavía caliente en la cuadra anterior.
Mamá abre bruscamente la puerta de mi cuarto, apaga la luz, cierra las cortinas y me pide que me aleje de las ventanas. No hago caso, me quedo con la cara pegada al vidrio y la cortina cubriéndome la cabeza hasta que papá entra y me toma del brazo arrastrándome hacia el otro lado de la habitación cruzando el corredor, ya lejos de la casa de los Gutiérrez. Cierro los ojos y escucho. Los coches frenan, se abren las puertas, hay gritos, corridas, el crujir de una puerta que se quiebra en pedazos. Alguien grita “¡por favor!” entre llantos. Más corridas, quejidos de dolor que interrumpen los sucesivos “¡hijos de puta!” que salen de la boca de Joaquín. Los motores se encienden, las puertas de metal se golpean, los autos arrancan y adentro ya está más oscuro que afuera. Al fin papá me suelta el brazo, corro a mi cuarto y miro por la ventana, tan solo queda la sangre que ha dibujado las huellas de pesados borceguís y una franja desprolijamente pintada que llega hasta la calle. Mamá entra de nuevo me obliga a meterme en la cama, no me mira a los ojos, le tiemblan las manos. Ahora se bueno y a dormir, me dice. Me besa en la frente y camina hacia su cuarto sin volverse, las luces se apagan pronto y las paredes se empapan con los ronquidos de papá. Somos buenos, nos hemos salvado; pero el llanto de Susana que traspasa las paredes se mete en mi cuerpo y me roza el alma, no me deja dormir. Ese olor a podredumbre que me nace desde adentro se extiende como un nubarrón por la habitación, miro al techo mientras me pregunto si al crecer dejaré de sentir el llanto y dormiré placido como mis padres y mi abuela, como el resto de la cuadra. Pero esta noche me siento sucio y a la vez tan bueno.



II

En algún lugar de Latinoamérica, tiempos democracia.

Al fin la noche engulle al sol y el aire fresco nos toca la cara mientras se mete por el pelo como los dedos invisibles de algún dios. Ideal para dar un paseo, pero mamá dice que es mejor no salir porque afuera es tierra de nadie, la policía ya no patrulla porque el estado no les envía dinero para el combustible; sólo queda mirar por la ventana la calle oscura, casi desierta. De vez en cuando pasan caminado tres pibes con gorras y capuchas que les cubren la cara. En eso suena el teléfono, es papá; se le hizo tarde en la oficina en veinte minutos está llegando, me pide que le diga a mamá que esté atenta para abrir el portón, que vigile la cuadra y mire a todos lados. Me quedo en el living viendo por la ventana mientras mamá sale, abre la reja y vuelve la cabeza de lado a lado; tiene las llaves en la mano, un pie adentro y otro afuera. Entonces entra, cierra apurada las puertas y camina hacia adentro; los tres chicos aparecen doblando la esquina, mamá llama por teléfono y le pide a papá que dé una vuelta porque andan unos pibes afuera, la cosa está rara. Los chicos se apoyan en la ventana de Matilde, en la casa de enfrente y desde ahí nos miran; no puedo verles el rostro pero sé que esas manchas oscuras nos están midiendo, esperando. El de la derecha trae una botella de cerveza que pasan de un lado al otro y vuelta, mamá se acerca a la ventana y los mira, arrima las cortinas y me hace ir a la cocina. Diez minutos después se oye el vidrio estallar contra el poste de alumbrado volvemos a mirar por la ventana, los trozos cristalinos brillan sobre el pavimento, ya no hay nadie enfrente. Mamá sale y mira una vez más, llama por teléfono. ¿Estás cerca? dale vení ahora, dice. Deja el móvil sobre la mesa y me pide que no salga, le respondo que si con la cabeza y sigo viendo hacia afuera para asegurarme que todo esté bien. 
Las luces doblan la esquina, ella abre el portón rápido, el auto se enfila sobre el cordón y entra, antes de que frene mamá comienza a cerrar la reja. Los tres pibes vuelven a aparecer como fantasmas, no los vi llegar. Uno de ellos saca del bolsillo del buzo un arma, el otro sujeta a mamá, papá sale del auto gritando “¡hijos de puta, suéltenla!” y se abalanza sobre uno de ellos; ya no son mis padres, ya no son los chorros, son una masa humana en lucha. El ruido del arma nos congela a todos por un momento, los cinco me miran, yo también me miró el pecho, no sé qué salió antes si las lágrimas o la sangre ya rozando el suelo. Los pibes se asustan y salen corriendo, mamá grita “¡Una ambulancia! ¡Ayuda!” Papá se toma la cabeza con las manos, ambos entran corriendo mientras me balanceo sobre la banqueta donde estoy arrodillado, ya sin equilibrio caigo hacia atrás. Escucho los gritos, las corridas, el llanto. Miro el techo, somos buena gente creo que no debería ocurrirnos esto. Gritan mi nombre pero no los veo, mamá me alza y me abraza pero ya no siento el calor de su cuerpo.

Victoria Montes


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